El sueco Ruben Östlund encontró la forma de ironizar con gracia e inteligencia, y a fuerza de utilizar lo escatológico hasta el punto del delirio absoluto, con una comedia negrísima que sin dudas sorprendió a todo el mundo, y justificadamente llevándose la Palma de oro en Cannes y no por casualidad la nominación al Oscar a mejor película del año. Una auténtica joya que mixtura perfectamente superficialidad, los estereotipos, la ironía socialista y el capitalismo rancio. Disponible en Amazon prime
NO CONTIENE ESPOILER
Cuando una película hace ruido en Cannes es por una razón plenamente justificada. Triangle of Sadness –mismo título en español– es una muestra de que a Dios gracias ese festival sigue teniendo el mismo termómetro de las épocas de “Pulp fiction”.
Esta multi-producción de Suecia, Francia, Reino Unido, México, Turquía, Estados Unidos, Grecia, Dinamarca y Suiza, alcanza su punto máximo al llegar a la antológica escena donde el paroxismo arremete de lleno contra un público que no está preparado para semejante caudal de delirio. Pero antes de llegar a eso, es justo decir que la primera parte es absolutamente necesaria.
Sucede que Ruben Östlund inteligentemente dividió su película en tres partes, a lo Tarantino, y ya que de paso celebramos y agradecemos a Cannes; incluso titulando los tres capítulos al mejor estilo Quentin.
Básicamente y sin el ánimo de espoilear nada del brillante guion –también de Östlund–, el primer episodio muestra con contexto millennial a la pareja protagónica. Son lindos influencers del mundo del modelaje que ganan dinero tomándose selfies febrilmente todo el tiempo y donde ella es más “influencer” que él. La escena del restaurante es una toma de posiciones de los nuevos niveles sociales en cuanto al valor monetario de hombres y mujeres, en un contexto de igualdades (o no).
Paciencia, porque los dos últimos capítulos son inolvidables. La parejita con millones de seguidores en Instagram –pero poca guita en la cuenta bancaria– es invitada a un yate ocupado por gente asquerosamente rica, quienes exhiben sus vidas de opulencias ante las miradas de los dos influencers, que no entienden bien como llegaron de “canje” a ese hotel de lujo flotante, lleno de ricachones y filipinos pertenecientes a la servidumbre, que completan el cuadro en la pirámide social.
“Vendo mierda”
Lo de Woody Harrelson es breve pero brillante; el personaje de Zlatko Burić es la perfecta ironía en carne viva al admitir que es un “ruso capitalista que vende mierda” y se lleva todas las palmas. Ambos forman parte “etílicamente” de una escena que debe estar en la galería de los mejores momentos del cine durante 2022.
Los cambios de roles que vendrán tras el paroxismo de aquella secuencia en el barco mientras se mece al ritmo del intercambio de frases épicas por parte del capitán –Harrelson– y el ruso que es una caricatura estética indisimulada de Marx pero capitalista hasta la medula, es una joya que el espectador hace mucho que no disfrutaba ante tanta digitalización fútil.
El tercer capítulo tiene tintes de surrealismo con un giño ineludible al “Señor de las moscas”, donde toma cuerpo la alegoría robinsonada; ergo, todo se pone patas arriba y la capacidad de sorpresa no cesa un solo minuto.
Un rato antes los gags arremeten sin concesiones, amén de los diálogos acerca de productos bélicos y las razones de sus estatus sociales, las ironías que van y vienen. Sumarle a eso a los piratas del mar, son la combinación perfecta para que todo funcione y ponga a esta negrísima comedia al tope de todas las preferencias al nivel del humor sarcástico de maestros como Tarantino o Scorsese.
Quiera Dios que esta sana costumbre no se agote jamás y que Cannes nos siga avisando, Palma de oro mediante, que no todo serán los avioncitos de Top Gun Maverich o los burdos intentos de instalar la inclusión de la que todos tomamos conciencia hace rato y no necesitamos de universos paralelos ni heroínas asiáticas para entenderlo.