“Triple crimen de Florencio Varela: un narco que paga un millón de dólares y manda matar a tres chicas, ¿tiene un Renault 19?”, reza un titular de CLARIN, donde detalla que las declaraciones de los buchones e imputados –que, por ley, pueden mentir en su indagatoria– se deslizan cada vez más fuera de todo sentido común. El no cuestionar teorías insólitas, pero impactantes, suele terminar en desastre cuando llegan los juicios orales.
“Lo que no está en el expediente no está en el mundo”.
Este es un axioma que los funcionarios judiciales aprenden desde pinches y que incluso tiene su origen en una frase latina de esas que tanto les gusta usar a los jueces y nadie entiende: quod non est in actis non est in mundo. Quiere decir que lo que no aparece escrito en un expediente no puede tenerse en cuenta, es chamuyo, versión, rumor. No prueba.
Ahora viene la pregunta del millón (de dólares, en este caso): ¿todo lo que consta en una causa, por el simple hecho de estar en ella, es verdadero, válido, coherente? El caso del triple crimen de Florencio Varela vuelve a instalar la duda sobre habilidad de los investigadores para distinguir un dato impactante de una información cuasi delirante.
La ansiedad por resolver un caso ¿anula el sentido común?
Brenda del Castillo (20), Morena Verdi (20) y Lara Gutiérrez (15) eran tres chicas de extracción muy humilde de La Matanza que terminaron enredadas en la droga y la prostitución en el Bajo Flores, zona poco glamorosa, si las hay. Eso les costó la vida en uno de los crímenes más brutales de los últimos años.
No trabajaban para una gran organización narco internacional.
Su supuesto asesino se escapó a Perú casi a dedo y lo agarraron cerca de Lima escondido en un camión que transportaba atún. Ni siquiera cambió el chip de su celular y sus supuestos laderos se tomaron un colectivo a la frontera. Uno de ellos –Víctor Sotacuro Lázaro (ahora marcado como capo de todos los capos) – lo hizo usando su verdadera identidad. Insólito.
En los allanamientos del caso no sólo no se encontró droga, sino que la única información cierta al respecto son pagos por una billetera virtual entre Magalí Celeste González Guerrero (que vivía en la casa donde fueron los homicidios) y Matías Ozorio, supuesta mano derecha de Tony Janzen Valverde Victoriano -Pequeño J-, quien cayó en Perú el pasado 30 de septiembre.
Estamos hablando de dosis pequeñas de tusi y pagos de 10 a 30 mil pesos.
La cuestión es cómo –tras un dato tan limpio– la misma Magalí Celeste González Guerrero puede hablar de un pago de un millón de dólares para matar a tres chicas que vivían en estado de indefensión social. Puede hacerlo porque un imputado puede mentir en su propio beneficio, pero la información parece direccionada.
¿Cómo argumenta que el jefe de Pequeño J pagó esa suma por los crímenes? La cifra no cierra para nada con el volumen de droga del que se habla y ni siquiera cierra con lo que cobra un sicario rosarino con experiencia.
ejemplo: el asesino a sueldo que mató al playero Bruno Bussanich (25) en Rosario en marzo de 2024 cobró 650 dólares por el “trabajo”. Y eso fue en medio de una mega movida de terror que apuntaba a buscar víctimas inocentes.
Otro detalle. Si Sotacuro era el jefe de Pequeño J, ¿fue él quien puso el millón de dólares? ¿Por qué antes no renovó su flota de autos integrada por un Volkswagen Fox y un Renault 19?
La declaración indagatoria de González Guerrero del miércoles dejó muchas preguntas y tal vez una de las más importantes sea si el expediente, hasta ahora considerado un éxito de investigación, empezó una etapa de derrape sin fin como, lamentablemente, tantas otras veces se ha visto.