COMO ERA ATENDER UN VIDEO CLUB

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La última tienda de alquiler de películas de Blockbuster queda en Bend, Oregón, EE. UU. La anterior estaba en Morley, Australia, la cual acaba de cerrar sus puertas y ofrecerá sus películas y posters como una rareza vintage. En tanto la de Oregon resiste a la tormenta de los nuevos hábitos de consumo manejados por los gigantes Netflix, HBO o Amazon Prime y curiosamente es un éxito.

A mediados de los años 80 en Salta solo algunos ricachones contaban con un aparato de VHS en sus casas; pero en los 90 con la plata dulce de Menem y el uno a uno, pocos eran los que no tenían un aparato de estos.

Una especie de boom de alquileres de películas se adueñó del entretenimiento en la Argentina a mediados de los años Noventa, por lo que el hecho de atender una tienda de estas se convirtió en una fuente de trabajo bastante apreciable.

Recuerdo que lo primero que me dijo el dueño del video club fue: “Tu trabajo va a ser ver películas”. No podía sonar mejor. “Ver películas gratis”, pensé. Obviamente que el hecho de haber crecido con un cine en el barrio –a lo “Cinema Paradiso”, solo que éste se llamaba “Cine Apolo” – era el complemento perfecto para mi cultura cinéfila / geek.

Es importante anclar el hecho de que en el año 1995, Quentin Tarantino había declarado que antes del estreno mundial de su más exitosa película, “Pulp fiction”, él había trabajado en un video club donde había “descubierto” una película llamada “Blow Out”, del afamado director Brian De Palma, protagonizada por un John Travolta totalmente devaluado por su encajonamiento en el género del baile. Por ello explicó la elección de este actor para su más emblemático film.

Este detalle, el cual parece una pequeñez, es el punto de partida para la renovación de la estética cinematográfica mundial desde los 90. Solo por éste detalle Tarantino relanzó la carrera de Travolta, convirtiendo a Pulp fiction en la punta de lanza de un nuevo género.

La ultima aldea cultural

Mientras tanto de éste lado del mundo en un pequeño y caluroso cuarto, atestado de películas en VHS, ubicado en la ampliación de una casa de dos plantas en Ciudad del Milagro, se había convertido en la aldea perfecta para que los mas variados clientes de toda la zona norte fueran a buscar películas. Una sola se podía alquilarse por $ 2.50 y tres por $ 5.00.

La reunión de socios variopintos con diferentes gustos era un fenómeno cultural extraño pero fascinante. Habían socios de Castañares que buscaban asiduamente los films de Segal y Van Dame. Mientras los intelectuales de Vaqueros habían agotado la trilogía del polaco Krzysztof Kieślowski.

Completaban esta extraña mezcla heterogénea aquellos “abonados” a Steven Spielberg, James Cameron, Robert Zemeckis, Spike Lee, Jonathan Demme, David Fincher o Ron Howard, entre un universo de directores y películas magnificas que volaban de los estantes. Afortunadamente puede dar cuenta de todo esto un testigo de época, el profesor universitario de Sociología, Leopoldo Miguel Costilla, quien visitaba el video club y era un “hueso duro de roer” a la hora de una recomendación. No era fácil conformar a un erudito de esta cuantía, pero era un socio más y por ende había que darle la mejor opción.

El Blockbuster del shoping y la decadencia cultural

Cuando anunciaron que Blockbuster llegaba a Salta pensamos que era una sentencia de muerte para nuestro humilde video club, pero nos equivocamos y sobrevivimos. Nos sentíamos intimidados por ver la cantidad de copias originales con las que contaba el local del shoping. Nosotros nos negábamos a la piratería pero era lo que nos distinguía del resto.

Aunque el Blockbuster salteño no contaban con un factor fundamental, había que tener la capacidad suficiente como para recomendar una película. Por ello el dueño del video club me había dicho la noche anterior a que yo comenzara a trabajar, aquello de que mi trabajo sería ver películas.

Por ello el video club se transformó en una especie de cónclave compuesta por ebrios cinéfilos con los que consumíamos tres películas por día, regadas de litros y litros de cerveza. El principal distribuidor eran AVH, quien había lanzado títulos como “La lista de Schindler” a mediados de la década.

Aunque seguía siendo un desafío recomendar una película y que al día siguiente el cliente no te la tirase por la cabeza. Había una franja de socios que NO comprendía lo que era una bajada de línea, un flashback, un mensaje encriptado –no hablemos de huevos de Pascua– un anclaje o un homenaje.

Se trataba de personas que solo apreciaban lo que yo llamaba el “relato lógico”, ese que no se rompe si se le advierte al espectador que un monstruo va a reventar la caja torácica de un astronauta porque unas horas antes un “Alien” se metió por su boca.

Aunque a muchos les costaba comprender los guiones de Tarantino, preguntando muy ofuscados porque todos se habían convertido en vampiros a mitad del metraje de “From dusk till dawn”; o porque Travolta muere en Pulp fiction y después aparece nuevamente en la escena del restaurante.

Poco se podía explicarles ya que el espectro era tan amplio que recorría toda una galería de competencias con las que los socios contaban –o no–. No creo que exista algo más democrático que un video club. En el mismo estante había una película de un costo de más de 100 millones de dólares de inversión a la par de una Clase B, la cual incluso se alquilaba más que la “pochoclera” de al lado.

Rarezas como que “El rey león” haya sido la película más alquilada de la historia del video club, pasando por películas que se alquilaban solas sin ninguna explicación, como “El quinto elemento” o el pésimo “Zorro” de Antonio Banderas. Todo componía un universo cultural que concurría con los tiempos que se vivían: es decir, destrucción de la educación pública, deterioro del tejido social y choques culturales nunca vistos, hacían de esta “aldea” barrial plagada de cintas de video casetes, una especie de último bastión de la cultura urbana.

Curiosamente y por mandato del paso del tiempo a través de los años, ahora solo queda un bastión de estos, el cual sobrevive, y por capricho del culto al vintage se convirtió en un lugar legendario.

Tal como el video club de Ciudad del milagro, el cual estaba ubicado en el pasaje Anchorena y la calle Batalla de Salta; en Bend, Oregón, EE. UU., queda el último bastión de Blockbuster.

Según consigna el portal El Mundo, este establecimiento sobrevive en parte gracias a sus clientes fieles, a los curiosos y nostálgicos que se acercan cada cierto tiempo (y a quienes venden gorras, camisetas, pegatinas o imanes) y por no tener que pagar alquiler: sus propietarios también son los dueños de parte del edificio en el que se encuentra.

La extraña mezcla de nostalgia y tecnología ha encallado a estas tiendas de videos en un lugar de privilegio en las preferencias de los cinéfilos empedernidos, a quienes la magia del séptimo arte les sigue pareciendo una inagotable cantera donde poder volcar sus deseos de saciar ese hambre cultural que mantiene al cine entre los productos más apreciados, sea en una plataforma de streaming o en una vieja tienda de alquiler de películas, la magia sigue intacta.