La película de J. A. Bayona es uno de los films más destacados del año y es favorita a ganar el Oscar por categoría como mejor película internacional. Sin embargo carece de tres momentos claves de la conmovedora historia de los rugbiers que se accidentaron en los Andes en 1972. Esta nota presenta esos sucesos claves que fueron fundamentales para el desarrollo de la historia. Foto: Pucara.org
Piers Paul Read en su libro “Viven”, publicado dos años después de la tragedia de los Andes relata con “precisión quirúrgica” los detalles más escabrosos de esos 72 interminables días en los que los pasajeros del fatídico vuelo 571 tuvieron que padecer en condiciones extremas. Obviamente que esto no va en detrimento de la gran obra de Pablo Vierci, en la que está basada la reciente película de J. A. Bayona, estrenada en cines el año pasado y disponible en el catálogo de Netflix desde el 4 de enero.
Resulta que al momento de ser rescatados por los helicópteros, según la película del director español, ahí acaba la pesadilla y todos pueden regresar a la civilización. Pero resulta que hay un detalle no menor que Bayona no incluyó en su cinta.
Por una cuestión de seguridad los Bell utilizados eran helicópteros capaces de transportar hasta un cierto peso; más las condiciones climáticas y el lugar casi inaccesible donde cayó el fuselaje, no permitieron transportar a los 16 que quedaban ese día, por lo que algunos debieron quedarse en la montaña. Obviamente que los miembros del equipo de rescate se quedaron con ellos a pasar esa última noche.
Según relata el libro de Read, los rescatistas poseían de toda clase de elementos de salvataje, que incluían tubos de oxígeno, suplementos vitamínicos y comida; por lo que asistieron de inmediato a los que quedaron ya que no pudieron ser llevados al hospital por obvias razones en ese momento.
La algarabía y la felicidad de los que quedaron era tal que invitaron a los miembros del equipo de rescate a pasar la noche con ellos en lo que fue “su hogar”, en esos más de dos meses en la montaña, ya que habían montado una carpa afuera a solo metros del fuselaje y se disponían a dormir allí.
Con la idea de no rechazar el pedido de los sobrevivientes que quedaron y causarles un desaire ante la “invitación”, es que intentaron unirse a ellos y entraron al fuselaje. Al ver el estado en el que habían estado viviendo de forma prácticamente salvaje y sentir el olor nauseabundo a cadáveres, de inmediato y buscando la forma más suave de comunicárselos, educadamente agradecieron las buenas intenciones y regresaron a la carpa. Al salir uno de ellos les dijo a sus compañeros: “Estos chicos nos van a comer”.
Por ello es que pasaron la noche en la carpa y los uruguayos lo hicieron en el fuselaje. Obvio que comieron todas las raciones que los rescatistas les dejaron. Al fin al día siguiente llegó otra aeronave y completó el rescate.
“Yo me como al piloto”
Otro momento bisagra fue cuando trascurrían 10 días y las raciones de chocolate y galletas que habían encontrado en los restos del avión se habían acabado; por lo que el hambre comenzó a hacer estragos en el ánimo del grupo.
Según la investigación oficial del accidente concluyó que el coronel Julio César Ferradas fue el responsable de la tragedia. El informe encontró que había girado demasiado pronto y a un curso incorrecto, lo que llevó al avión a estrellarse a una altitud de 3.570 metros contra la ladera de la montaña. A pesar de que era un piloto experimentado con más de 5.000 horas de vuelo y que había cruzado la cordillera 29 veces antes del accidente, su responsabilidad es exclusiva y única.
Además de haberlos condenado a muerte a los que quedaron, ya que en la última comunicación por radio dijo a la torre de control que habían pasado Curicó, con lo que los rescatistas tenían mal la ubicación y jamás los encontrarían; con el agravante de que el Valle de las lágrimas es inaccesible y desde arriba el avión de color blanco enterrado en la nieve era invisible.
Ante esto fue entonces cuando Nando Parrado, consciente de que el único culpable de la situación había sido el piloto, y con el dolor de haber perdido a su madre y a su hermana, le dijo a Carlitos Páez Vilaro: “Yo me como al piloto”.
En muchas entrevistas años más tarde, Carlitos relató varias veces que esa frase de Nando definió el rumbo de lo que sería la decisión de alimentarse de los cuerpos de sus amigos muertos. El tabú y las creencias religiosas de una educación clásica había llenado de dudas a los que quedaron con vida después del impacto.
De hecho, Nando al decírselo le causó tal impacto que el hijo del famoso pintor uruguayo se los fue a comunicar a los primos Eduardo y Adolfo Strauch, diciéndoles: “Nando está loco, se quiere comer al piloto”. Para su sorpresa los primos le respondieron: “No Carlitos. Nosotros también ya lo pensamos”.
El zapatito rojo
La madre de Nando Parrado compró en la escala de Mendoza unos zapatitos rojos de bebé para su nieto. Cuando Nando partió en la última expedición se llevó uno de los dos zapatitos, y le dijo a Carlitos Páez que regresaría para recoger el otro y llevarle el par a su sobrino.
La promesa de Parrado fue un símbolo de esperanza para los sobrevivientes. Era una señal de que Parrado no se daría por vencido y que haría todo lo posible para salvarlos.
Desde entonces muchas personas cuelgan un zapatito en el espejo de sus vehículos como símbolo de buena suerte y como protección ante las adversidades.